La bolsa de plástico de ha convertido en “la especie más abundante del Mediterráneo” y una de las más peligrosas para la comunidad científica. Creemos que nuestra basura nunca llegará al mar, pero ¿y si ya forma parte de él?.
E. C./R. H./J. M. R.. linformatiu.com
Entre probetas, balanzas, microscopios y tubos de ensayo se esconden los responsables del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutiva de la Universitat de València. La cita era con Jesús Tomás, biólogo y experto en galápagos y cetáceos. La idea, trazar un perfil de la contaminación en el Mediterráneo a partir de su trabajo con tortugas marinas. Sin embargo, nos pone en la pista de una variedad más peligrosa por su capacidad para cambiar el ecosistema: “A raíz de los censos aéreos que realizamos descubrí cuál era la especie más abundante del Mediterráneo, la bolsa de plástico”.
Cada español consume de media 300 bolsas de plástico al año, según datos del Ministerio de Medio Ambiente. El 62% se reutiliza como bolsa de basura, mientras que el 10% acaba en el contenedor amarillo. Del resto, poco sabemos.
Pensamos que nuestros deshechos no irán a parar al mar, pero “todo llega por los ríos o por la acción del viento”, advierte Tomás. Empieza así un peregrinaje que lleva a las aguas mediterráneas a esta especie invasora, cuya forma y moviento a la deriva se asemeja al vagar de las medusas, alimento principal de las tortugas. “Hemos llegado a sacar de algunos ejemplares trozos de plástico, pinzas de la ropa, palitos de limpiarse las orejas, tapones de crema”, destaca el biólogo.
La bolsa no tiene un enemigo natural. No sufre la sobrexplotación pesquera ni la destrucción del medio, principales amenazas para las 16.848 especies que habitan el Mediterráneo. Un mar, que se ha consolidado como colonia de plástico y que ocupa el primer puesto en cuanto a acumulación de residuos en el fondo marino, según denuncia un informe de Greenpeace. La zona noroccidental, entre la que se encuentra España, guarda en su lecho 1.935 unidades de basura por kilómetro cuadrado, en su mayor número plásticos.
Desde el Cabo de San Antonio hasta la desembocadura del Júcar se generan con cada tormenta colonias superficiales de estos sigilosos invasores. Se han integrado tanto que los pescadores las han bautizado como “hileros”, nos cuenta Pedro Roselló, propietario de la embarcación Punta Molins. Sus redes capturan doradas, sargos, salmonetes y langostinos además de “cinco o seis kilos de plástico” diarios, excepto las jornadas de fuertes corrientes cuando esta última carga “se multiplica por diez”.
El plástico no ve, no oye, no piensa. Es una especie de apariencia frágil e inerte, pero que se las ingenia para influir sobre todos los seres vivos del Mediterráneo, un mar semicerrado y vulnerable a cambios y amenazas. A principios de diciembre una gran tormenta arrastró varias toneladas de basura hasta costas de la península de Peljesac (Croacia). Desechos hospitalarios, ramas, animales y sobre todo envases plásticos, que procedían de Albania, causaron un daño al ecosistema que tardará meses en repararse, además de un importante incidente diplomático entre ambos países. La basura recorrió más de 1.200 kilómetros por el mar, convirtiendo la playa en un inmenso vertedero.
El Mediterráneo se consolida como colonia de plástico. Ocupa el primer puesto en cuanto a acumulación de residuos en el fondo marino según los ecologistas.
Convertido en protagonista, el peregrinaje del plástico llega a resultar paradójico. Las arenas de Túnez reciben cada año miles de chanclas perdidas por los turistas. Son arrastradas a las playas tras deambular por la costa durante meses. En su infancia, Mehdi Moujbani “solía buscar cangrejos y crustáceos” en la orilla para echar una mano en casa. Casi 20 años después, convertido en activista y mecánico del Rainbow Warrior, este tunecino nos cuenta desde el buque insignia de Greenpeace cómo los jóvenes de la zona en la que creció “ganan más dinero recogiendo chanclas para venderlas” que practicando la pesca tradicional.
Presente en casi todos los rincones del Mediterráneo, el plástico se ha mimetizado en la vida diaria de las especies. La instructora y gerente de la Escuela España Bajo el Mar, Alicia Trives, lleva 27 años realizando inmersiones en el litoral de Calp y más de uno “sin ver una sola langosta”. En esas aguas ya no se pescan meros de más de dos kilos, pero sí se encuentran “masas y masas de plástico” que rompen la cadena alimenticia de muchas especies y generan un enorme impacto medioambiental, como denuncia Jesús Tomás.
Una bolsa de plástico no es biodegradable. Se deteriora a medida que se oxidan las cadenas de polímeros que la forman, un proceso que puede durar 400 años. Lentamente se rompe en trozos cada vez más pequeños hasta convertirse en hebras microscópicas que permanecen como residuo. Bajo esa premisa, científicos del centro tecnológico Ainia trabajan en un proyecto que busca que las bolsas se destruyan por sí solas en dos años. No hay truco. Ainia, en colaboración con Picda, uno de los principales fabricantes de la Comunitat Valenciana, ha desarrollado un microorganismo que se “incorpora directamente a las bolsas a través de un encapsulamiento y que acelera su oxidación”, señala el gerente de Picda, David Rejón. Las enzimas han sido modificadas para que se alimenten sólo de plástico, lo que permitirá acelerar el proceso y poner fecha de caducidad a la invasión del Mediterráneo.
La ciencia genera depredadores para contrarrestar el asedio del plástico. Ha pasado poco más de un siglo desde su nacimiento y nuestra sociedad depende de él. Las bolsas, convertidas en el símbolo más numeroso de esta modernidad, adoptan la forma de una caja de Pandora que deambula por el Mediterráneo, dejando escapar los excesos medioambientales de una sociedad que no recicla al nivel que los países del norte de Europa y poniendo en evidencia nuestra capacidad para gestionar los nuevos hallazgos.
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