Se cumplen 30 años de la renuncia del abulense Adolfo Suárez a la Presidencia del Gobierno, una dimisión cuyas razones de fondo aún son motivo de disputa
ENRIQUE BERZAL. España, 29 de enero de 1981. Son cerca de las ocho de la tarde. Raro es el hogar español en el que no luce la televisión. La noticia bomba, fraguada días antes con mimo y atinado cálculo político, sobrecoge al telespectador. Son solo 12 minutos, pero repletos de tensión. El rostro del presidente del Gobierno refleja seriedad, aplomo, agarrotamiento.
«Hay encrucijadas tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos en las que uno debe preguntarse, serena y objetivamente, si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él. He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia».
Adolfo Suárez, abogado abulense y primer presidente de la democracia restaurada, anuncia a los españoles su decisión irrevocable de dimitir. Hoy se cumplen 30 años y todavía resuenan aquellos pasajes tan contundentes, repletos de referencias crípticas.
«No me voy por cansancio. Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos. La continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España».
«¿Qué circunstancias?», se preguntaron, y se siguen preguntando, muchos de los testigos de entonces escamados aún por esa referencia al «paréntesis en la historia de España» que parecía evocar los tiempos de la quebrada democracia republicana y advertir ante un inminente golpe militar.
Los militares. La versión canónica de la dimisión de Suárez, aportada por el propio protagonista, por su hijo y por conocidos historiadores, pivota en torno a tres factores que habrían actuado al unísono y con consecuencias devastadoras: la rebelión de los barones de UCD, la enemistad de diversos sectores sociales y empresariales y las duras acometidas del PSOE.
A ello obedecerían pasajes del discurso como «nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí con la de una persona aferrada al cargo», o aquel en el que Suárez reconoce: «He sufrido un importante desgaste durante mis casi cinco años de presidente». Por no hablar de las referencias al «ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier solución con que se trata de enfocar los problemas del país».
Pero eso, dirán muchos, va en el sueldo de cualquier presidente del Gobierno, como bien sabía Suárez. De ahí que no pocos historiadores, periodistas y ensayistas hayan querido buscar otra razón más convincente para explicar tamaña decisión.
Gregorio Morán, en la reciente reedición de su obra 'Adolfo Suárez. Ambición y destino', aporta una impactante interpretación que, no por novedosa pero sí por bien documentada y razonada, convence a historiadores de renombre. La pista clave la aportó Abel Hernández, íntimo de Suárez, en su libro 'El quinto poder' (1995).
Habría que remontarse siete días antes para ver precipitarse los acontecimientos. La realidad política de entonces, finales de enero de 1981, es sobradamente conocida: la UCD se desgasta en luchas internas y el PSOE, que en 1980 había presentado una estridente moción de censura, persiste en su estrategia de acoso y derribo del presidente.
Por si fuera poco, la escalada terrorista de ETA se torna insoportable, y el ruido de sables, atronador en los cuarteles. Militares de conocida tendencia golpista llevan tiempo echándole un pulso al Gobierno; para colmo, Suárez y el Rey ya no sintonizan: don Juan Carlos sigue empeñado en hacer retornar a Madrid al general Alfonso Armada, destinado en Lérida de gobernador militar, pero se topa una y otra vez con la negativa del presidente, que no se fía un pelo de quien pasaría a la historia como el 'Elefante Blanco' de la trama golpista del 23-F.
Día clave
Jueves, 22 de enero de 1981, día clave. Suárez es citado por el Rey para almorzar en La Zarzuela. Comparten mesa y mantel con comensales poco amables: son los tenientes generales Milans del Bosch, González del Yerro y Merry Gordon, responsables militares, respectivamente, de Valencia, Canarias y Sevilla. Los tres llevan tiempo quejándose de la situación y no ocultan su apuesta por un golpe de timón que «enderece» la vida política. En Moncloa están al tanto de sus conspiraciones.
Lo que viene a continuación, fruto de una confidencia de Tarancón a Abel Hernández, es sobrecogedor: «En los postres, al Rey lo llamaron por teléfono y salió del comedor. Suárez se quedó solo con los generales. Es posible que don Juan Carlos abandonara la sala para que hablaran con más libertad. Lo hicieron. Inmediatamente, nada más ausentarse el Rey, le exigieron al presidente Suárez que dimitiera por el bien de España. Suárez replicó con firmeza: 'Yo he recibido el poder del pueblo'. En ese momento uno de los jefes militares echó mano a la pistola y la puso sobre la mesa mientras declaraba: 'Esto vale más que los votos del pueblo'. Volvió el Rey y todos disimularon, como si nada hubiera pasado». El episodio refleja la marejada de fondo que terminará condicionando la decisión del abulense. Y es que el órdago es claro: «Suárez debe calibrar si se enfrenta al Rey y a los mandos militares que rodean a Su Majestad y se amparan en él», sostiene Morán.
Cuando esa misma tarde Suárez regresa a Moncloa, se encuentra con que el Comité Ejecutivo de UCD está reunido para discutir el inminente Congreso del partido en Palma de Mallorca. Ni siquiera en ese momento los barones democristianos, con Lavilla y Herrero de Miñón a la cabeza, refrenan sus ataques al presidente.
Este va madurando su decisión. Al día siguiente, pregunta al ministro del Interior, Juan José Rosón, y al de Presidencia, Rafael Arias-Salgado, si durante ese fin de semana estarán localizables en Madrid. Respuesta afirmativa. Las sospechas crecen; tanto, que el Rey interrumpe la jornada de caza en Sierra Morena para regresar a La Zarzuela. Algo se cuece en Moncloa.
Lo cierto es que a esas alturas la decisión ya está tomada, aunque aquel domingo, 25 de enero de 1981, Suárez no suelta prenda ante la cúpula de UCD, reunida para preparar el Congreso palmesano. Solo su mujer, Amparo Illana, está al tanto de lo que va a suceder. 24 horas después, el todavía presidente mueve hilos; tiene decidido dimitir, pero lo hará a su manera.
Con el presidente de las Cortes, Landelino Lavilla, compañero de militancia y enemigo declarado, conversa la friolera de tres horas. Es así, asegura Morán, como aquel lunes, 26 de enero de 1981, Suárez convierte a Lavilla en confidente involuntario de cara a la sucesión. El elegido no será otro que Leopoldo Calvo-Sotelo, a quien el presidente confía durante el almuerzo su determinación de dimitir. Los siguientes en saberlo son Aurelio Delgado y el diputado Josep Meliá, su secretario político y redactor, junto a Alberto Aza, del mítico discurso.
Son las 17:15 horas en Moncloa cuando los siete miembros de la cúpula de UCD escuchan la noticia por boca del mismo Suárez. Sus rostros son un poema; los críticos lo deseaban, pero no tan pronto ni de esa forma, sin tiempo apenas para preparar el porvenir inmediato. Pérez Llorca, Pío Cabanillas, Martín Villa, Arias-Salgado, Fernández Ordóñez, Calvo-Sotelo y Calvo Ortega reciben un mensaje claro: no hay vuelta atrás, los poderes fácticos han ganado la batalla y nadie podrá decir que Suárez está apegado al sillón.
Esa noche, la cena de los siete en la Marisquería de la Carretera de La Coruña semeja un hervidero de sentimientos y opiniones encontradas. A instancias de Calvo-Sotelo, que telefonea pasadas las doce, el presidente acepta recibirles de nuevo. Sus esfuerzos para convencerle son en vano: la decisión de dimitir es irrevocable.
Huelga de controladores
Suárez tiene dos opciones para hacerlo público: comunicarlo en el Congreso de Palma o hacerlo por televisión. Un hecho inesperado le despeja el camino: los controladores aéreos de Barajas, Barcelona y Palma de Mallorca declaran una huelga brutal en procura de una subida salarial del 46%, lo que hace imposible viajar a Palma.
Martes, 27 de enero de 1981. Suárez y el Rey almuerzan en La Zarzuela. La noticia de la dimisión pilla al monarca con el pie cambiado. Cierto es que él mismo la ha propiciado, precisa Morán, pero no se esperaba una reacción tan repentina. En su despedida, don Juan Carlos le invita a que piense en un nombre para el título nobiliario que deseaba concederle.
Los pasos se acortan; el miércoles, el aún presidente del Gobierno deposita en Zarzuela la prueba escrita de su dimisión y por la noche, en una tensa reunión con los barones en la Moncloa, ultima la sucesión. Están presentes casi todos los sectores del partido, democristianos (Lavilla), socialdemócratas (Fernández Ordóñez), suaristas (Arias-Salgado, Calvo Ortega, Pérez Llorca y Abril Martorell), autónomos o independientes (Martín Villa y Cabanillas) y el candidato oficial a sucederle, Leopoldo Calvo Sotelo, quien finalmente sería elegido por seis votos. Solo dos barones se decantaron por Rodríguez Sahagún.
Aquella mañana de jueves, 29 de enero de 1981, hace hoy justamente 30 años, Suárez y sus colaboradores se esmeraban en preparar el texto que luego leería frente a las cámaras. Un texto plagado de referencias crípticas, cuando no polémicas; entre ellas, esa doble cita a las «actuales circunstancias» que tanto ha dado que hablar y elucubrar. Pero antes de grabarlo, un personaje decisivo hace aparición en Moncloa. Es Sabino Fernández Campo, enviado por el Rey para supervisar el texto y añadir la famosa frase que libera al monarca de toda responsabilidad: «Me voy sin que nadie me lo haya pedido».
Mas la realidad, insiste Morán, desmentía con creces este aserto: el Rey no solo se lo había pedido, sino que había presionado para que dimitiera, pues los militares amenazaban con un golpe de Estado si Suárez no abandonaba la presidencia. El objetivo era formar un gobierno de concentración, presidido por Alfonso Armada, que incluso contaba con la aquiescencia de los socialistas.
La versión canónica, sin embargo, niega la mayor.
Pero volvamos a aquella mañana de jueves en que llegó a la Moncloa el equipo de RTVE encabezado por el entonces director general, Fernando Castedo; le acompañaban el director del gabinete técnico, Jesús Picatoste, Iñaki Gabilondo, director de Informativos, y un numeroso equipo técnico y de confianza.
Apenas 12 minutos duró la grabación. Un Suárez tenso, serio y agarrotado se dirigió a los españoles para comunicar su dimisión irrevocable «por el bien de España». Bastó una sola toma. Poco después, un Consejo de Ministros de diez minutos sirvió al abulense para despedirse de todos. Hacia las ocho de la tarde, los españoles eran testigos directos de la noticia. La Transición seguía su curso y el país se enfrentaba a una nueva realidad política plagada de amenazas.
ENRIQUE BERZAL. España, 29 de enero de 1981. Son cerca de las ocho de la tarde. Raro es el hogar español en el que no luce la televisión. La noticia bomba, fraguada días antes con mimo y atinado cálculo político, sobrecoge al telespectador. Son solo 12 minutos, pero repletos de tensión. El rostro del presidente del Gobierno refleja seriedad, aplomo, agarrotamiento.
«Hay encrucijadas tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos en las que uno debe preguntarse, serena y objetivamente, si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él. He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia».
Adolfo Suárez, abogado abulense y primer presidente de la democracia restaurada, anuncia a los españoles su decisión irrevocable de dimitir. Hoy se cumplen 30 años y todavía resuenan aquellos pasajes tan contundentes, repletos de referencias crípticas.
«No me voy por cansancio. Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos. La continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España».
«¿Qué circunstancias?», se preguntaron, y se siguen preguntando, muchos de los testigos de entonces escamados aún por esa referencia al «paréntesis en la historia de España» que parecía evocar los tiempos de la quebrada democracia republicana y advertir ante un inminente golpe militar.
Los militares. La versión canónica de la dimisión de Suárez, aportada por el propio protagonista, por su hijo y por conocidos historiadores, pivota en torno a tres factores que habrían actuado al unísono y con consecuencias devastadoras: la rebelión de los barones de UCD, la enemistad de diversos sectores sociales y empresariales y las duras acometidas del PSOE.
A ello obedecerían pasajes del discurso como «nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí con la de una persona aferrada al cargo», o aquel en el que Suárez reconoce: «He sufrido un importante desgaste durante mis casi cinco años de presidente». Por no hablar de las referencias al «ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier solución con que se trata de enfocar los problemas del país».
Pero eso, dirán muchos, va en el sueldo de cualquier presidente del Gobierno, como bien sabía Suárez. De ahí que no pocos historiadores, periodistas y ensayistas hayan querido buscar otra razón más convincente para explicar tamaña decisión.
Gregorio Morán, en la reciente reedición de su obra 'Adolfo Suárez. Ambición y destino', aporta una impactante interpretación que, no por novedosa pero sí por bien documentada y razonada, convence a historiadores de renombre. La pista clave la aportó Abel Hernández, íntimo de Suárez, en su libro 'El quinto poder' (1995).
Habría que remontarse siete días antes para ver precipitarse los acontecimientos. La realidad política de entonces, finales de enero de 1981, es sobradamente conocida: la UCD se desgasta en luchas internas y el PSOE, que en 1980 había presentado una estridente moción de censura, persiste en su estrategia de acoso y derribo del presidente.
Por si fuera poco, la escalada terrorista de ETA se torna insoportable, y el ruido de sables, atronador en los cuarteles. Militares de conocida tendencia golpista llevan tiempo echándole un pulso al Gobierno; para colmo, Suárez y el Rey ya no sintonizan: don Juan Carlos sigue empeñado en hacer retornar a Madrid al general Alfonso Armada, destinado en Lérida de gobernador militar, pero se topa una y otra vez con la negativa del presidente, que no se fía un pelo de quien pasaría a la historia como el 'Elefante Blanco' de la trama golpista del 23-F.
Día clave
Jueves, 22 de enero de 1981, día clave. Suárez es citado por el Rey para almorzar en La Zarzuela. Comparten mesa y mantel con comensales poco amables: son los tenientes generales Milans del Bosch, González del Yerro y Merry Gordon, responsables militares, respectivamente, de Valencia, Canarias y Sevilla. Los tres llevan tiempo quejándose de la situación y no ocultan su apuesta por un golpe de timón que «enderece» la vida política. En Moncloa están al tanto de sus conspiraciones.
Lo que viene a continuación, fruto de una confidencia de Tarancón a Abel Hernández, es sobrecogedor: «En los postres, al Rey lo llamaron por teléfono y salió del comedor. Suárez se quedó solo con los generales. Es posible que don Juan Carlos abandonara la sala para que hablaran con más libertad. Lo hicieron. Inmediatamente, nada más ausentarse el Rey, le exigieron al presidente Suárez que dimitiera por el bien de España. Suárez replicó con firmeza: 'Yo he recibido el poder del pueblo'. En ese momento uno de los jefes militares echó mano a la pistola y la puso sobre la mesa mientras declaraba: 'Esto vale más que los votos del pueblo'. Volvió el Rey y todos disimularon, como si nada hubiera pasado». El episodio refleja la marejada de fondo que terminará condicionando la decisión del abulense. Y es que el órdago es claro: «Suárez debe calibrar si se enfrenta al Rey y a los mandos militares que rodean a Su Majestad y se amparan en él», sostiene Morán.
Cuando esa misma tarde Suárez regresa a Moncloa, se encuentra con que el Comité Ejecutivo de UCD está reunido para discutir el inminente Congreso del partido en Palma de Mallorca. Ni siquiera en ese momento los barones democristianos, con Lavilla y Herrero de Miñón a la cabeza, refrenan sus ataques al presidente.
Este va madurando su decisión. Al día siguiente, pregunta al ministro del Interior, Juan José Rosón, y al de Presidencia, Rafael Arias-Salgado, si durante ese fin de semana estarán localizables en Madrid. Respuesta afirmativa. Las sospechas crecen; tanto, que el Rey interrumpe la jornada de caza en Sierra Morena para regresar a La Zarzuela. Algo se cuece en Moncloa.
Lo cierto es que a esas alturas la decisión ya está tomada, aunque aquel domingo, 25 de enero de 1981, Suárez no suelta prenda ante la cúpula de UCD, reunida para preparar el Congreso palmesano. Solo su mujer, Amparo Illana, está al tanto de lo que va a suceder. 24 horas después, el todavía presidente mueve hilos; tiene decidido dimitir, pero lo hará a su manera.
Con el presidente de las Cortes, Landelino Lavilla, compañero de militancia y enemigo declarado, conversa la friolera de tres horas. Es así, asegura Morán, como aquel lunes, 26 de enero de 1981, Suárez convierte a Lavilla en confidente involuntario de cara a la sucesión. El elegido no será otro que Leopoldo Calvo-Sotelo, a quien el presidente confía durante el almuerzo su determinación de dimitir. Los siguientes en saberlo son Aurelio Delgado y el diputado Josep Meliá, su secretario político y redactor, junto a Alberto Aza, del mítico discurso.
Son las 17:15 horas en Moncloa cuando los siete miembros de la cúpula de UCD escuchan la noticia por boca del mismo Suárez. Sus rostros son un poema; los críticos lo deseaban, pero no tan pronto ni de esa forma, sin tiempo apenas para preparar el porvenir inmediato. Pérez Llorca, Pío Cabanillas, Martín Villa, Arias-Salgado, Fernández Ordóñez, Calvo-Sotelo y Calvo Ortega reciben un mensaje claro: no hay vuelta atrás, los poderes fácticos han ganado la batalla y nadie podrá decir que Suárez está apegado al sillón.
Esa noche, la cena de los siete en la Marisquería de la Carretera de La Coruña semeja un hervidero de sentimientos y opiniones encontradas. A instancias de Calvo-Sotelo, que telefonea pasadas las doce, el presidente acepta recibirles de nuevo. Sus esfuerzos para convencerle son en vano: la decisión de dimitir es irrevocable.
Huelga de controladores
Suárez tiene dos opciones para hacerlo público: comunicarlo en el Congreso de Palma o hacerlo por televisión. Un hecho inesperado le despeja el camino: los controladores aéreos de Barajas, Barcelona y Palma de Mallorca declaran una huelga brutal en procura de una subida salarial del 46%, lo que hace imposible viajar a Palma.
Martes, 27 de enero de 1981. Suárez y el Rey almuerzan en La Zarzuela. La noticia de la dimisión pilla al monarca con el pie cambiado. Cierto es que él mismo la ha propiciado, precisa Morán, pero no se esperaba una reacción tan repentina. En su despedida, don Juan Carlos le invita a que piense en un nombre para el título nobiliario que deseaba concederle.
Los pasos se acortan; el miércoles, el aún presidente del Gobierno deposita en Zarzuela la prueba escrita de su dimisión y por la noche, en una tensa reunión con los barones en la Moncloa, ultima la sucesión. Están presentes casi todos los sectores del partido, democristianos (Lavilla), socialdemócratas (Fernández Ordóñez), suaristas (Arias-Salgado, Calvo Ortega, Pérez Llorca y Abril Martorell), autónomos o independientes (Martín Villa y Cabanillas) y el candidato oficial a sucederle, Leopoldo Calvo Sotelo, quien finalmente sería elegido por seis votos. Solo dos barones se decantaron por Rodríguez Sahagún.
Aquella mañana de jueves, 29 de enero de 1981, hace hoy justamente 30 años, Suárez y sus colaboradores se esmeraban en preparar el texto que luego leería frente a las cámaras. Un texto plagado de referencias crípticas, cuando no polémicas; entre ellas, esa doble cita a las «actuales circunstancias» que tanto ha dado que hablar y elucubrar. Pero antes de grabarlo, un personaje decisivo hace aparición en Moncloa. Es Sabino Fernández Campo, enviado por el Rey para supervisar el texto y añadir la famosa frase que libera al monarca de toda responsabilidad: «Me voy sin que nadie me lo haya pedido».
Mas la realidad, insiste Morán, desmentía con creces este aserto: el Rey no solo se lo había pedido, sino que había presionado para que dimitiera, pues los militares amenazaban con un golpe de Estado si Suárez no abandonaba la presidencia. El objetivo era formar un gobierno de concentración, presidido por Alfonso Armada, que incluso contaba con la aquiescencia de los socialistas.
La versión canónica, sin embargo, niega la mayor.
Pero volvamos a aquella mañana de jueves en que llegó a la Moncloa el equipo de RTVE encabezado por el entonces director general, Fernando Castedo; le acompañaban el director del gabinete técnico, Jesús Picatoste, Iñaki Gabilondo, director de Informativos, y un numeroso equipo técnico y de confianza.
Apenas 12 minutos duró la grabación. Un Suárez tenso, serio y agarrotado se dirigió a los españoles para comunicar su dimisión irrevocable «por el bien de España». Bastó una sola toma. Poco después, un Consejo de Ministros de diez minutos sirvió al abulense para despedirse de todos. Hacia las ocho de la tarde, los españoles eran testigos directos de la noticia. La Transición seguía su curso y el país se enfrentaba a una nueva realidad política plagada de amenazas.
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