JOSEP FONTANA. Hoy se cumplen 50 años de uno de los peores crímenes de la Guerra Fría: el asesinato de Patrice Lumumba, que no significó tan sólo la muerte del jefe de un Gobierno democráticamente elegido, sino también el fin de la posibilidad de que el Congo se desarrollase como una nación independiente. La iniciativa del asesinato del único de los dirigentes congoleños que pudo haber llevado a la práctica un proyecto de construcción nacional surgió de Eisenhower y de Foster Dulles, que compartían el temor que les producía la imprevisible evolución de “la gran masa de la humanidad, que no es blanca ni europea”.
Lumumba viajó a Washington y se entrevistó con el secretario de Estado, Christian Herter, para pedir ayuda, en especial los medios de transporte que necesitaba para asegurar el control del país.
Eisenhower, que se mantuvo lejos de la capital durante su visita, se limitó a preguntar al National Security Council “si podemos librarnos de este tipo”, con lo cual puso en marcha el proceso que llevó a su asesinato. Ello sucedía tres días antes de que Lumumba, forzado por la negativa de Estados Unidos, pidiese medios de transporte a los soviéticos, que le proporcionaron 100 camiones y 15 aviones de transporte, lo que Eisenhower calificó como una “invasión soviética”.
El 26 de agosto de 1960 el director de la CIA, Allen Dulles, enviaba un telegrama al jefe de la delegación de la “compañía” en el Congo, Lawrence Devlin, para decirle que la caída de Lumumba era un objetivo prioritario e inmediato. Pocos días más tarde el presidente Kasa-Vubu, tras haber consultado el plan con el embajador norteamericano y con el representante de las Naciones Unidas, destituyó a Lumumba, pese a que su partido tenía la mayoría en el Parlamento. Mientras los diplomáticos africanos trataban de mediar en la crisis, el jefe del ejército, Mobutu, dio un golpe de fuerza, con el apoyo de Devlin, y confinó a Lumumba. Pero su encarcelamiento no les bastaba ni a la CIA ni al Gobierno belga, cuyo ministro para África envió el 6 de octubre un telegrama pidiendo su “eliminación definitiva”.
Para liquidar el asunto se le envió con dos de sus colaboradores a Katanga, donde fueron torturados hasta convertirlos en despojos humanos. El 17 de enero de 1961 los sacaron de noche al bosque, los ataron a los árboles y los fusilaron, tras lo cual se cuidó de destruir los cadáveres para que no quedase ni rastro de ellos.
El país fue entregado poco después al Gobierno de Joseph-Desiré Mobutu, que lo presidió de 1965 a 1997, durante 32 años de un régimen cleptocrático que sobrepasó todos los ejemplos de corrupción conocidos en la historia, protegido militarmente por Estados Unidos y por Francia y con el apoyo económico del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Que en 1989, cuando no podía caber duda alguna del desastre a que había llevado a su país, fuese todavía recibido en la Casa Blanca como un campeón de la libertad es una muestra de la desvergüenza que inspiró la política de la Guerra Fría.
Cuando se vio forzado a exiliarse, Mobutu dejó tras de sí un país desarticulado, que se vio casi de inmediato envuelto en lo que Gérard Prunier ha calificado como “la guerra mundial de África”, un conflicto que ha causado hasta hoy más de cinco millones de muertos, la mayoría de ellos entre la población civil: una guerra que se mantiene latente y de la que no se suele hablar demasiado para no estorbar las actividades que se benefician de ella, en especial las que se refieren a la extracción de las riquezas naturales del país, como el coltan, indispensable para la fabricación de teléfonos móviles y consolas de videojuegos.
El Congo, dice un informe de Global Witness publicado en diciembre de 2009, “ha sido considerado desde fuera como un depósito de una gran riqueza de recursos naturales, con el pueblo congoleño como la fuerza de trabajo destinada a extraerla”. Está claro que la inexistencia de un Estado organizado es una condición que favorece este expolio, lo cual ayuda a explicar que siga siendo en la actualidad un país desestructurado, sin una administración centralizada (las compañías mineras pagan sobornos a los funcionarios, en lugar de abonar impuestos a la Hacienda pública), sometido a los desmanes de un ejército que el Gobierno no paga, y que está por ello condenado a vivir del saqueo.
En marzo de 2009, Jeffrey Herbst y Greg Mills publicaron en Foreign Policy un artículo en el que sostenían que “la comunidad internacional debe reconocer un hecho tan simple como brutal: la República Democrática del Congo no existe”. Una afirmación que sirve, por una parte, para ratificar cuáles han sido los resultados de un proceso que se inició hace 50 años con el asesinato de Lumumba, pero que tiene, por otra, la virtud de descubrirnos que los objetivos que condujeron a aquel crimen siguen vigentes, porque está claro que la balcanización del Congo facilita la continuidad del saqueo de sus recursos naturales, extraídos frecuentemente con trabajo esclavo.
Quienes siguen creyendo que la Guerra Fría fue un enfrentamiento entre las fuerzas del totalitarismo y las de la democracia tienen en el asesinato del Congo un motivo para reflexionar. Y para desconfiar, de paso, de los móviles que justifican hoy otros planteamientos políticos y otros conflictos de naturaleza semejante.
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