divendres, 15 d’octubre del 2010
Las calientes vaqueras de la Finojosa
Aunque el aspecto del Imperio romano de Occidente era bastante preocupante por sí solo allá por el final del siglo IV d. C., el empujón que proporcionaron las invasiones de esos señores melenudos y de discutibles costumbres higiénicas que responden al nombre de germanos dará al traste definitivamente con la estructura del Estado romano. Tras la correspondiente ración de hostias como panes, estos pueblos se asientan dentro de las antiguas fronteras imperiales. Los germanos no son un solo pueblo homogéneo, sino que se trata de varias tribus en diferentes estadios culturales: los primeros que aparecen en las fronteras romanas, los visigodos, para el siglo V ya están romanizados y cristianizados, mientras que los francos o los sajones irrumpen en la Galia en todo su pagano esplendor. En un principio los invasores se superponen la población romana, muy superior en número, pero en un proceso de un par de siglos, ambas se han mezclado e influido mutuamente.
En la época de las invasiones, a los padres de la Iglesia se les hace la boca agua con tanto muchachote de largos cabellos a evangelizar; sin duda la aparición de los germanos es una señal divina. Los bárbaros son vistos por ellos como gentes puras de nobles virtudes y castas costumbres, por oposición a los degenerados aristócratas paganos, por cuyos pecados Dios quiere que el imperio caiga, imagen que perdurará en la historiografía posterior, por supuesto. Pero resulta que una de las costumbres romanas que se les pega a los bárbaros es la de poner las fuentes de derecho por escrito, y claro, si se examinan los códigos legales de inspiración germánica, la realidad moral es bastante diferente. En efecto, el catálogo de castigos por adulterios, sodomías y cochinadas varias es bastante amplio en la legislación germana, que se empleará y reutilizará hasta bien entrada la Edad Media (el Fuero Juzgo castellano es una versión del Liber Iudiciorum visigodo). De lo que astutamente deducimos que ni los germanos eran tan recatados como los pintaban, ni la Iglesia tan eficaz en perseguir los calores de entrepierna.
Vamos a resumir brevemente cómo pintaba la vida en la Alta Edad Media y así entenderemos mejor las costumbres sexuales de aquella pobre gente. Básicamente el 90% de la población era campesina y analfabeta. La mayoría además reducida al estado servil o impedida de trasladarse a otro lugar. Su media de vida es de 30 años, la tasa de mortalidad altísima y sobre sus condiciones…bueno, el hecho de que estuvieran deseando morirse para pasar a mejor vida lo dice todo. No hay que ser un lince para darse cuenta de que se trataba de gentes muy supersticiosas de un cristianismo muy superficial. Su referencia cultural y moral era el párroco de la zona, cuya preparación en muchas ocasiones era sólo un poco mayor que la de los fieles. Así que en este escenario fundamentalmente campestre se centrará una obstinada lucha entre el populacho insistiendo en inmorales costumbres ancestrales romano-germánicas, las autoridades poniendo coto y la Iglesia tratando de imponer pía rectitud cristiana.
Por una parte, la consideración de la mujer no ha cambiado demasiado; los germanos también la veían como una especie de posesión imprescindible para fundar una familia, por lo que los matrimonios siguen la línea patriarcal que ya hemos visto en la Antigüedad. La boda la pactan los padres de la muchacha, que fijan la dote y reciben una cantidad estipulada por parte del novio en concepto de la “compra” del poder paterno sobre la chiquilla. Si la boda es sin consentimiento paterno, se paga el triple. Si no se casa con la novia pactada, se paga una multa estratosférica a la familia afectada. Si se finge un secuestro, curiosamente sólo el doble, pero es que la muchacha pasa a ser oficialmente adúltera. Como se puede ver, un negocio familiar bastante boyante. Además de todo esto, el marido le hace entrega a la esposa, al día siguiente de la consumación, la “morgengabe”, un regalo por mantenerse virgen (como es comprensible no se daba en segundas nupcias) que aseguraba el futuro de la descendencia y la viuda en caso de muerte del esposo. Lógicamente, cuanto más baja la clase social, más triste es la dote y el regalito.
Por la otra, el concepto de amor matrimonial tampoco cambia en exceso, dentro del mismo, sólo había lugar a un sentimiento de “caritas” y las relaciones sexuales se limitaban a la “honesta copulatio” con vistas a engendrar. El amor, que define la pasión y el instinto, es siempre extraconyugal, una pulsión que los germanos llaman “libido”, y que según ellos es exclusivamente femenina. Eso sí, ahora los cristianos pasarán a considerar el amor como inspirado por Satán, una mancha a eliminar.
Así que como en otras épocas, esta explosiva combinación de conceptos será terreno abonado para toda clase de amoríos ilícitos y prácticas sexuales. Piénsese que además, la familia medieval no era la misma que la actual; el término hacía referencia al matrimonio, sus hijos, tíos, viudas, huérfanos, clientes y servidores, que generalmente dormían en la misma cama, por lo que ya se pueden figurar ustedes las bellas historias porno-familiares que tal costumbre originaba.
Por parte de las autoridades, como se trata de mantener el negoc…digoooo la institución, la legislación al uso se emplea a fondo: con el fin de proteger virginidades, se penaliza la violación de mujeres libres con la muerte, pues una mujer violada era una virgen “echada a perder” que no tenía otra salida que prostituirse, se contempla el divorcio en algunos casos, generalmente de mutuo acuerdo (para los contenciosos existía el “divorcio a la carolingia”; se animaba a la esposa a darse una vuelta por las cocinas, donde el esclavo matarife la degollaba), y se castigaba con saña el incesto, que en una familia amplia daba para mucho, y por supuesto, el adulterio. Sobre todo el femenino, puesto que la costumbre romana del concubinato y la poligamia islámica o germana pesaron lo suyo en eximir al varón del tal delito, o al menos en ser mucho más indulgentes con él. Las adúlteras eran estranguladas, repudiadas, condenadas a la esclavitud o la prostitución…toda una amplia gama de delicatessen dependiendo de las coordenadas espaciotemporales, pero siempre penas espantosas, ya que “adulteraban” el origen de la prole con su comportamiento, de lo que se hacía a la mujer totalmente culpable. Por último, la homosexualidad se penaba con la castración, a tono con el gusto de la época.
Sin embargo, el pueblo empecinado e ignorante, se las apañará para saltarse todas estas trabas y seguir cometiendo todos estos “delitos”, sobre todo en las zonas rurales más alejadas de la larga mano de la ley. Los hijos bastardos son muy comunes en la Edad Media, así como todo tipo de “remedios” anticonceptivos o vigorizantes tan dudosos como la práctica de introducirse un pez vivo en la vagina hasta que el pobrecito moría, y después cocinárselo al machote para que recuperase su fuerza sexual. Se creía que el semen, el flujo vaginal, la orina o la menstruación tenían poderes afrodisíacos (creencia que ha perdurado hasta bien entrado el siglo XX; en algunas zonas de España aún se seguía echando unas gotitas de regla en la comida del varón). Abundaban filtros, pociones amorosas y ungüentos fabricados por las “brujas”, así como concubinatos variados más o menos disimulados, que incluían a miembros del clero. Famosas son las referencias al amor bucólico, que es mucho menos inocente de lo que nos explicaron en el cole, y a las campesinas o pastoras, cuya moralidad es como mínimo flojita, y si no, échenle un ojo detenidamente al arcipreste de Hita o al marqués de Santillana. La ley incluso contempla castigar con la muerte el bestialismo (que como somos muy finos, ahora le llamamos zoofilia), así que imagínense lo que hacía Ordoño con sus ovejas ya en el siglo VIII. Y si no se creen nada de esto, dénse un paseo por cualquier iglesia románica de zonas rurales recónditas, armados con lupa y tiempo por delante, y se podrán encontrar relieves tan fuera de lugar como los de la imagen.
Contra todo esto combatirá la Iglesia, cuya línea de actuación a través de los siglos será básicamente la misma: no al divorcio, no al sexo fuera del matrimonio, no al fornicio si no es para engrendrar, y una defensa a capa y espada de la monogamia y de la familia conyugal (que es, para entendernos, la actual formada por papá, mamá y los nenes). Sí, dicho así suena exactamente igual que ahora y de hecho lo es. Aunque la santa institución será, contra lo que se suele creer, la responsable de elevar algo la dignidad de la mujer durante los primeros siglos medievales, al equipararla con el hombre en cuestiones de pecado y salvación, y por tanto partidaria de la misma pena para ambos sexos. Promoverá además el retiro femenino del matrimonio carnal por el divino, con lo cual muchas mujeres “sobrantes” ingresarán de grado o por fuerza en conventos. La falta de vocación de muchas convertirá estos lugares en focos de vida licenciosa.
Sin embargo, hay una lucha en la que el episcopado sufrirá una rotunda derrota. Se trata, claro está, del combate contra la prostitución. Los obispos se lanzaron a la erradicación de la práctica, pero a finales del siglo XIII la Iglesia cambia de parecer; el pecado carnal es venial, ya que proviene de la naturaleza, y además, como la puta no obtiene placer, no es pecado, sino utilidad social. Todo este pensamiento está inspirado en la filosofía naturalista de nuestro misógino favorito, Aristóteles, redescubierto en el siglo XIII para desgracia de la mujer. Se extiende la creencia de que desahogarse pagando evita otros delitos sexuales, como las violaciones, la homosexualidad o la masturbación y al llegar las grandes pestes del XIV, se hace la vista gorda, por temor a que la población desaparezca. Así que la prostitución vuelve a ser pública, y se abren multitud de mancebías por toda Europa.
La Reforma protestante, con su contundente respuesta católica traducida en Contrarreforma, Trento y demás, marcará un nuevo cambio de política moral que llegará a su clímax de dureza en los siglos XVI y XVII y que pese a las apariencias, fracasará de nuevo, como comprobaremos tratando el caso del foco de represión más intenso de la época, el Siglo de Oro español, en “¡Montoya! ¿A dónde vas, Montoya?”.
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