Rosa Montero
Una de las informaciones más deprimentes que he leído en los últimos meses es la reseña del libro Después del Reich, crimen y castigo en la posguerra alemana, del historiador británico Giles MacDonogh (Galaxia Gutenberg), que se presentó hace un par de semanas en Barcelona. Aún no he leído la obra, pero los datos que ofrece son escalofriantes. Por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, alguien se ha preocupado de estudiar de manera concienzuda y rigurosa la represión ejercida por los aliados contra los alemanes. Los vencedores arrasaron, asesinaron, trituraron. Los vencidos fueron internados en campos de concentración atroces, fueron humillados, deportados y sometidos a suplicios bestiales. Por ejemplo, en Praga colgaron a los alemanes en fila de las farolas de la ciudad y los quemaron vivos, como antorchas humanas. Los aliados fusilaron en masa a niños y mujeres y torturaron a los presos de manera sistemática. Más de tres millones de alemanes murieron después de que se acabara oficialmente la guerra; dieciséis millones y medio de civiles fueron expulsados de sus hogares, y en 1946 nacieron al menos 200.000 niños frutos de violaciones. El horror, como diría Kurtz, el protagonista de El corazón de las tinieblas conradiano. El horror de la vida en su más pura representación, en su más negra sustancia.
Y lo más desalentador es que sobre todo ello ha caído el espeso manto del silencio. Han tenido que transcurrir 65 años para que estas atrocidades hayan empezado a emerger. Para que se hayan hecho públicas. Para que existan. Nuestras sociedades democráticas, tan supuestamente transparentes en el terreno informativo, han ignorado década tras década y generación tras generación estas barbaridades. Y luego nos asombra que los alemanes del Tercer Reich alegaran que desconocían la existencia de las cámaras de gas. Eso es imposible, nos decimos aún hoy despectivamente. Pero, ya ven, es fácil cerrar los ojos ante el sufrimiento de millones. Basta con despojar a esos millones de su condición humana. Peor que las atrocidades cometidas contra los vencidos, peor que esos hombres achicharrados vivos que danzaron con espasmos agónicos en las farolas de Praga, son nuestras ganas de no ver y no saber. Me pregunto a cuántas cosas terribles les estaremos dando la espalda en estos momentos. Cuántas verdades brutales estamos prefiriendo no conocer. Esto es para mí la esencia del Mal.
De manera que el Mal existe, sí. De eso no cabe, por desgracia, la más pequeña duda. Pero también, por fortuna, existe el Bien. En la misma semana que se puso a la venta el libro de MacDonogh se publicó en España otra obra, Ahora, de Morris Gleitzman (Ed. Kailas), que cuenta la historia de Janusz Korczak, un médico polaco que fundó un orfanato en 1936 en el gueto de Varsovia. De allí salió el 5 de agosto de 1942, junto con 200 niños judíos, camino de la muerte. Iban de la mano, tranquilos, sin llorar, amparados por la poderosa presencia del doctor. Al llegar al campo de concentración, un oficial de las SS ofreció al médico la posibilidad de salvarse. Korczak se negó y entró con sus niños en las cámaras de gas.
Hay bastantes historias de heroísmo de este tipo. Historias de bondad, de entrega y sacrificio. Por ejemplo, para no abandonar el ámbito de la Segunda Guerra podemos citar el caso de la también polaca Irena Sendler, que murió en 2008 a los 98 años de edad. Irena, que era enfermera, trabajó en el gueto de Varsovia y consiguió salvar a 2.500 niños judíos, a los que sacó con papeles falsos o escondidos dentro de sacos de patatas. Detenida por la Gestapo, fue salvajemente torturada, pero no dio ni un solo nombre de sus colaboradores ni el lugar en donde los niños se escondían. La red quedó intacta y ella fue condenada a muerte, pero un soldado alemán al que la Resistencia había sobornado la ayudó a escapar cuando la llevaban a ejecutar. Irena Sendler, Janusz Korczak… Me encanta repetir sus nombres, mirar sus viejas fotografías, rendirles un pequeño homenaje en mi memoria. Su valiente generosidad mitiga el Mal. Gracias a ellos, y a tantos como ellos, muchas veces totalmente anónimos e ignorados, el mundo, pese a todo, puede ser habitable.
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