Isabel Navarro. Los trenes de mercancías llegaban cargados de deportados, y un simple farmacéutico -un hombre gris y anodino- ejercía el terror en la rampa. Sin acritud, con amabilidad, decidía quién debía ir a la cámara de gas y quién era apto para el trabajo de Auschwitz. El escritor de origen rumano Dieter Schlesak hace un retrato del hombre que cumplía órdenes, y nunca las cuestionó.
Un rostro anodino, hinchado, bien alimentado. Un hombre banal, un visitador médico, un buen bailarín, un afable vecino, un trabajador nato, un SS eficaz, un asesino, un genocida, un hombre («si es que esto es un hombre»). Tan «solo» el encargado de decidir a la llegada de los trenes quién merecía vivir y quién se sumaba a la cola de las vidas estériles, el cancerbero de la rampa, el dedo que señalaba a los recién llegados la dirección a la cámara de gas, o bien, si aún servían para esclavos, el camino al infierno de Auschwitz. Victor Capesius lo hacía con la amabilidad de los buenos empleados, con la mentira profesional (un perro no necesita saber que lo van a matar, solo que lo maten). «Los hombres, a la derecha; las mujeres, a la izquierda»; después, Capesius avanzaba entre las masas enviando, a un lado, a las personas de apariencia frágil, a los mayores y a las madres con bebés y, al otro, a las personas fuertes y jóvenes, sobre todo hombres.
Quienes se quejaban de ser separados de sus ancianos padres,de sus hijos o de sus mujeres eran tranquilizados con grandilocuentes palabras; se les decía que la separación era necesaria porque aún tenían que andar unos diez kilómetros y a los débiles iban a llevarlos en coches. Así que unos y otros se marchaban, dóciles, con la esperanza de volver a verse. No se lo imaginaban, no podían imaginárselo. ¿Quién podría prever una deshumanización tan sofisticada?.
Dieter Schlesak, el autor de El farmacéutico de Auschwitz (editorial Seix Barral), es húngaro como Capesius, a quien conoció y trató, pero para su libro no solo habló con él, sino también con las víctimas que identificaron y acusaron al farmacéutico durante el Proceso de Fráncfort (1964-1966), un proceso realizado 18 años después del de Nuremberg, sin jueces extranjeros ni bajo leyes internacionales, y con la indiferencia de parte de la población. Está considerado como el juicio más importante de la historia alemana, ya que sentó en el banquillo no a los autores, sino a los cómplices, ayudantes y miembros de la segunda línea involucrados en el genocidio de Auschwitz. Fueron condenados 22 criminales considerados hasta entonces invisibles, como Capesius, que, con todo, salió «ileso»: solo nueve años de condena.
«Declarábamos con un micrófono en mano, con ayuda de tranquilizantes -cuenta la superviviente de Auschwitz Ella Salomon-. Cada palabra nos hería y Laternser, el abogado de Capesius, era muy ofensivo y nos abrumó con preguntas desconcertantes. Cuando me interrogó por el número que llevaba tatuado, yo ya no me lo sabía de memoria y me miró con burlona aversión. Fue humillante.»
Dice Dieter Schlesak que el Capesius anciano llegó a confesarle que al principio vomitaba. «Cuando uno ve la miseria, es tan deprimente..., pero luego uno se acostumbra.» Y la fuerza de la costumbre es poderosa. En sus declaraciones, el farmacéutico no tiene el menor sentimiento de culpa, de rechazo o de horror por lo que ha visto o en lo que ha participado: él considera que «debía» hacerlo. Solo recuerda las órdenes, los pelotones, los destinos, las fechas, los números, el calendario, los detalles burocráticos, unívocos y comprensibles, que para él significan la realidad. Todo lo demás son tonterías, dice, «poesía». Según las actas del Proceso de Fráncfort, Capesius nació el 7 de febrero de 1907 en Transilvania. Casado con una colega de profesión, Friederike Capesius, tuvo con ella tres hijas. Hijo de un médico jefe, su pasaporte genealógico demuestra antepasados arios hasta el siglo XVIII. Fue miembro de la SS de agosto de 1943 a mayo de 1945. A partir del ascenso a mayor, en su currículum oficial se produce un vacío: Auschwitz, donde se hace cargo de la farmacia de la SS. Custodia el Zyklon B, el gas de las cámaras, y en la rampa aprovecha los registros en busca de medicinas de las maletas de los condenados para hacer su propia fortuna sisando oro.
Cada vez que llegaba un transporte de judíos a Birkenau, Hölblinger -el chófer de la ambulancia de campo (con el símbolo de la Cruz Roja)- conducía a los médicos y los sanitarios hasta la rampa y después hasta las cámaras de gas. Allí los sanitarios, con máscaras, subían una escalera y vaciaban las latas de Zyklon B. Eran Capesius y Josef Klehr, un carpintero convertido en sanitario. Klehr rompía el cierre de patente de la lata y vertía el gas en la abertura, pero siempre después de que un médico de la SS diera la orden de matar. Capesius, muy riguroso con el procedimiento, seguía por la mirilla la muerte de los prisioneros.
Algunos testigos sostienen que el farmacéutico era «imparcial», «objetivo», pero también codicioso. El 5 de octubre de 1950, olvidado el infierno de Auschwitz, Capesius abrió su propia farmacia en Göppingen (Alemania) y, más tarde, un centro de cosmética en Reutlingen. En 1958, durante el milagro económico, alcanzó unas ventas de 400.000 marcos alemanes. Antes, en 1947, un antiguo prisionero lo reconoció, pero todo acabó en nada: no hubo pruebas. Sin embargo, durante el Proceso de Fráncfort, le preguntaron dónde había conseguido el dinero para su negocio. «¿No apesta a ceniza y humo?» Él, impasible, dijo: «No se me puede reprochar nada».
La farmacia de la SS se encontraba en una casa de obra fuera del campo principal de Auschwitz. La casa disponía de planta baja, primer piso y una buhardilla donde se almacenaban y seleccionaban los equipajes de los médicos y farmacéuticos judíos que llegaban al campo. Uno de ellos, Ferdinand Grosz, contó que Capesius trabajaba tres veces a la semana «en la rampa [recibiendo a los deportados] y, en lo que se refiere a las medicinas, solo le interesaban en tanto podía encontrar joyas escondidas en las pomadas y los tubos de pasta dentífrica».
La mayoría de los testigos acusa a Capesius de haber participado en las selecciones de la rampa a finales de mayo de 1944, en Pentecostés, la fecha clave de los transportes húngaros desde Transilvania y el punto álgido de la acción de exterminio de Auschwitz. Durante aquella semana, cada día llegaban entre 10.000 y 15.000 personas a la rampa y, en ocasiones, eran gaseadas 9.000 al día, aunque algunos testigos hablan incluso de más de 20.000 gaseados diarios. Según el superviviente Josef Glük, Capesius seleccionó a finales de agosto de 1944, con el médico del campo, Josef Menguele, unos 1.200 jóvenes judíos sanos de Hungría.
Sin embargo, Capesius afirmó que eso no era cierto, que lo confundían con el doctor Klein de Leiden, un convencido nazi, alistado en la SS con 55 años. En los años 60, cuando se produjeron los juicios, Klein ya estaba muerto y Capesius se libró de la pena capital gracias a la pericia de su abogado, que logró que algunos testigos confundieran a Capesius con Klein. Al farmacéutico también lo ayudó el hecho de que Klehr, el carpintero, se declarara culpable de suministrar el Zyklon B en las cámaras, por lo que también quedó exculpado de gasear: las pruebas contra él no eran determinantes.
«Aquella gente que llegó de Rumanía al juicio para acusarme mentía -dijo Capesius a Schlesak, en su plácido retiro alemán en Göpingen-. Todos decían conocerme, pero eran extraños, los habían comprado. Estaban allí para hacer propaganda comunista. Todos venían de la Europa comunista y fueron los que me entregaron!»
Poco antes de la llegada del Ejército Rojo, el gris Capesius huyó hasta Berlín con Rudolf Höb -el comandante del campo- y se reunieron con Himmler, que les dio instrucciones y, pese a que todo estaba perdido, esperanzas. «Al final estuve muy cerca de él...», dijo Capesius, sin ocultar un cierto orgullo provinciano de alemán de Transilvania...
Al final de la guerra, como todos los que participaron en el exterminio, Capesius no sentía culpa, sino miedo. Nunca vergüenza. Tampoco cuando poco a poco se supo qué había pasado: el caparazón de la defensa interior y de la justificación de aquellos hombres era de acero. Su abogado formuló su defensa basándose en dos argumentos: que Capesius fue forzado a hacer lo que hizo y no estaba en condiciones de saber que aquello era criminalmente injusto; y que la selección en la rampa de personas físicamente aptas había sido en realidad una operación de rescate, porque, de lo contrario, todos los que llegaban habrían sido exterminados. Una manera de retorcer la realidad que resultó muy útil jurídicamente y, aun peor, socialmente: Capesius, como el resto de los juzgados en Fráncfort, vivió tranquilamente con su propio nombre y la solidaridad de sus vecinos hasta 1985.
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