dilluns, 23 de desembre del 2013

¿Cómo era la vida de los soldados romanos?

JON GARAY
Vivir en la Antigua Roma no era fácil. Pese a la imagen que ofrecen las películas con la capital engalanada, los templos de mármol resplandeciente, los ricachones reclinados sobre los triclinum mientras comían de la mano de esclavas -que al tiempo les abanicaban-, las carreras de cuádrigas, los combates de gladiadores... La realidad era muy diferente. La mayor parte del pueblo no tenía trabajo ni nada que llevarse a la boca. Se calcula que durante el Imperio la población sería de entre 50 y 60 millones de habitantes. Pues bien, de esos, sólo unos 500 serían ricos, lo que se dice ricos. Eran los senadores y caballeros, más forrados los primeros que los segundos. Te encontrabas a uno de estos cada 96,5 kilómetros cuadrados (sí, hay quien ha calculado esto). En torno al 65% de la población vivía al día, al límite de la subsistencia. En comparación, la actual Haití alcanza el 80% en esta triste estadística.
A la vista de todo ello, muchas familias vieron una salida que hoy costaría entender: el ejército. Roma fue un imperio basado en un poderío militar sin igual en la Europa de aquellos tiempos. Las legiones dominaron buena parte del continente y del norte de África con mano de hierro durante varios siglos. Una máquina de guerra. Virgilio plasmó en la Eneida el destino de la “ciudad de Marte”, el dios de la guerra: “No pongo a sus dominios límite en el espacio ni en el tiempo. Les he dado un imperio sin fronteras”.¿Cómo era aquel ejército?¿Qué ofrecía?¿A qué edad se podía entrar?¿Qué privilegios tenían los soldados?
¿Cómo era la vida de los soldados romanos?
Bien pagados
La primera gran ventaja que tenían era un sueldo garantizado, lo que muy, muy pocos podían decir en la Antigüedad. Un buen sueldo además. Ganaban al día un denario, lo mismo que un buen trabajador civil con la ventaja de que el militar trabajaba todo el año mientras que un artesano, por ejemplo, podía estar con frecuencia en paro. Cierto que no disponían de todo ese dinero -el ejército, por ejemplo, se quedaba con una parte que se iba acumulando y se les entregaba cuando se licenciaban-, pero tenían dos o tres ases al día -10 ases son un denario; la gente corriente hablaba en ases, no en denarios- para gastarlo a su gusto. Por ese dinero se podía comprar un pedazo de pan, vino o queso. Unos dos ases también era lo que cobraban las prostitutas, muy abundantes en aquella época y otro de esos oficios con sueldo casi ‘garantizado’.
A esto se le unían complementos de viaje si eran trasladados, dinero para los clavos de las botas si tenían que realizar una marcha larga, obsequios del emperador, primas cuando se licenciaban, se repartían el botín en caso de que una ciudad cayera tras un asedio -no si se rendía. Con algo tenían que motivarles- ... Aunque los ascensos tenían más que ver con los sobornos y el estatus que con el mérito, alcanzar el grado de centurión era poco menos que un chollo: cobraban 15 veces más que un soldado raso.
Legalmente tenían además unas cuantas ventajas. Estaban exentos de muchos impuestos; podían hacer sus testamentos sin tener en cuenta los deseos de sus padres, que tampoco podían meter mano a sus ingresos; en caso de delito grave, no podían ser torturados ni condenados a las minas -en realidad, una condena a muerte poco disimulada- ni ejecutados como un criminal común.
25 años de servicio
Para entrar en la milicia una condición indispensable era ser ciudadano romano. Los esclavos lo tenían completamente prohibido. Incluso los mercaderes de este oscuro negocio también. Los que habían sido liberados -libertos- solo podían acceder a algunos cuerpos auxiliares. Las limitaciones van más allá. Para algunos puestos se admitieron durante mucho tiempo únicamente a ‘italianos’, caso de la guardia de Roma -curiosamente, la guardia de corps del emperador estaba compuesta por germanos o bátavos-. También exigían el conocimiento del latín, único idioma oficial admitido pese a la diversidad de pueblos que componían el territorio romano. Si se sabía leer, escribir y contar, tanto mejor, ya que la burocracia interna necesitaba de ellos.
Otro requisito era la altura. Nadie por debajo de 1,65 metros. Según parece, el soldado romano no destacaba precisamente por su imponente físico. De hecho, eran motivo de risa para los enemigos, según cuenta Julio César en ‘Los comentarios a la guerra de las Galias’: “Nuestra baja estatura es motivo de desprecio para los galos, que son de elevada estatura”. Lo habitual era acceder hacia los 20 años y el servicio no duraba ni nueve meses ni dos años, sino 20-25 años. Resulta chocante pero no es excepcional: en la Rusia del siglo XVIII ser reclutado suponía este mismo período de tiempo y se consideraba una sentencia de muerte. Una vez superado el periodo de prueba de cuatro meses, prestaban juramento y recibían una identificación que les distinguía como militares, bien un trozo de metal colgado de una cuerda alrededor del cuello, bien una especie de tatuaje.
No se podían casar
Puede parecer contradictorio, pero el principal peligro de servir en el ejército en Roma no era la guerra. Bien pudiera pasar que nunca entrasen en combate si les tocaba en una zona ‘tranquila’. El hecho es que caían más por enfermedades que por heridas en una batalla. Además, hay que tener en cuenta que la vida civil era de por sí peligrosa. La violencia y la muerte estaba presentes siempre. Los dueños de esclavos podían pegarles casi tanto como quisieran. En una sociedad tan machista, las mujeres también eran objeto de agresiones. La mortalidad infantil era elevadísima. No era infrecuente el abandono de niños o su venta como esclavos sexuales. Y los robos no era raro que quedaran impunes. Son de esas cosas en las que uno no cae pero en Roma no existía una policía como tal. Eran los propios soldados quienes hacían algunas de estas tareas. Los responsables municipales también tenían vigilantes armados, pero nada que se pudiera llamar policía. Si te robaban, lo más seguro era buscarte la vida porque recurrir a la justicia era muy caro y generalmente poco efectivo.
Otra desventaja es que en teoría no se podían casar. De hecho, si lo estaban antes de alistarse, el matrimonio quedaba en ‘suspenso’ hasta que se licenciase. En la práctica parece que no se hacía mucho caso de esta prohibición. También vivían sometidos a una muy dura disciplina y podían ser trasladados en cualquier momento. Y, claro, el peligro era muy real si el destino estaba en la frontera del Danubio o el Rhin. Al fin y al cabo, la guerra es la guerra.
La legión es la unidad más conocida del ejército romano. Formada por unos 5.000 hombres encuadrados en 10 cohortes de tres manípulos o seis centurias cada una (salvo la primera y más prestigiosa, que tenía cinco centurias pero el doble de hombres) se nombraban un número y un nombre, por ejemplo I Minervia o II Augusta. Se alojaban en campamentos perfectamente organizados que ocupaban entre 17 y 28 hectáreas. En realidad eran pueblos con barracones, termas -normalmente fuera del mismo-, almacenes, hospital -la atención médica era bastante mejor que la que pudiera recibir un civil normal-, talleres... En los alrededores se organizaban una especie de asentamientos llamados ‘canabae’ con tabernas, prostíbulos y demás entretenimientos. Tenían además cazadores para obtener presas en tiempos de guerra y carniceros que compraban la carne cuando las cosas estaban tranquilas. Y centinelas con perros para vigilar los alrededores. La alimentación era sin duda mejor que la del común de la gente: cereales (normalmente trigo; la cebada, más como castigo), pescado, marisco, legumbres, judías, lentejas y vino.
La hora de la retirada
Las burlas de los enemigos sobre la estatura de los romanos es de suponer que se acababan en cuanto empezaba el combate. El duro entrenamiento al que se sometían y la férrea organización dieron a la legión una ventaja que duró varios siglos. Normalmente era un veterano ilustre reenganchado al ejército el que se encargaba de la preparación, que incluia gimnasia, duras marchas y hasta natación. Solían ejercitarse con sus armaduras, que tenían que costearse ellos mismos. Por cierto, no hay que pensar que todos los soldados llevaban la famosa coraza con los abdominales y el pecho marcados. Ésta era más de los oficiales.
En plena batalla, en el caos que debía organizarse con el ruido de cientos de hombres entrechocando sus armas y gritando, el soldado hacía caso de las órdenes de su centurión y de las señales sonoras que se hacían con tres tipos de instrumentos según lo que se quisiera transmitir. Visualmente debían seguir la enseña que correspondía a su manípulo. La formación solía ser de cinco hombres en el frente y unas 10 filas detrás, un grupo compacto con el que arrasaron a casi todos sus enemigos.
Más o menos la mitad de los soldados sobrevivía a esos 20-25 años de servicio. Llegaba la hora de licenciarse. En ese momento recibían la parte de su salario que el ejército les guardaba y recibían una gratificación económica, sustituta de las tierras que se les entregaban en los primeros tiempos. Un centurión tendría una capacidad económica similar a las de las elites de las ciudades y podía ocupar puestos municipales de relevancia. El soldado raso tendría el nivel suficiente para vivir cómodamente. Tenían entonces unos 40-45 años y algunos, no demasiados tampoco, por delante para vivir la vida. Seguramente frecuentarían las termas, una costumbre muy romana y mucho menos saludable de lo que parece a primera vista. Lo de bañarse es muy higiénico, pero parece ser que no cambiaban el agua con demasiada frecuencia. O sea, que de relajante y saludable spa tenían más bien poco.
Fuente: El Correo

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada