dimarts, 20 de setembre del 2011

Los Sucesos de Cullera cumplen cien años



Hoy se cumplen 100 años de los conocidos como Sucesos de Cullera. El 18 de septiembre de 1911, una protesta obrera que empezó siendo una simple huelga, acabó con el asesinato del juez de Sueca y dos de sus subordinados a manos de los manifestantes. Los hechos se dieron a conocer incluso fuera de España e influyeron de forma importante en Cullera y Sueca.


El 18 de septiembre de 1911 era lunes. Las diferentes sociedades obreras y sindicatos de toda España habían decidido celebrar una huelga general en protesta por el reclutamiento forzoso para luchar en la guerra de Marruecos y Cullera no se mantuvo al margen. Los obreros de la ciudad cortaron las líneas telegráficas, levantaron las vías del ferrocarril, cerraron los diferentes negocios que había entonces en el pueblo para impedir que la gente fuera a trabajar e, incluso, impidieron que dos terratenientes locales fueran a ver sus arrozales, según cuenta el historiador Ricard Camil Torres.

El juez de primera instancia de Sueca, Jacobo López Rueda, fue informado de todo lo que estaba sucediendo en Cullera y decidió acudir a la población para poner orden. Se armó con una pistola y una coraza (chaleco) de cartón-piedra. Junto a él iban el secretario del juzgado, su hijo, un alguacil, un escribiente y un vecino de Cullera.

Según cuenta Torres, al llegar a la estación de Cullera el juez se encontró con Juan Jover, conocido popularmente como el Xato de Cuqueta. Junto a él estaba el jefe de la estación a quien los huelguistas habían impedido ir a Sueca para comunicar a la autoridad competente que las vías del tren estaban cortadas y no se podía restablecer el tránsito de trenes.

Encuentro con el Xato

El juez empezó a pedir identificaciones a los huelguistas y, como estos seguían levantando los raíles y otros huían del lugar, el magistrado sacó su arma. Entonces, se inició una discusión entre los huelguistas y el juez que acabó con la detención del Xato de Cuqueta y un tal Blanco, a los cuales hicieron subir a la galera (vehículo similar a la tartana) en la que iba el juez.

La galera entró en Cullera por la Calle Valencia, situada en el barrio obrero del Raval, y entonces la gente empezó a gritar «Que s´en duen els homes!», cuenta Torres. La noticia corrió como la pólvora y, cuando la galera llegó al centro de la población, la gente empezó a tirar piedras al vehículo. El Xato de Cuqueta y el Blanco aprovecharon para escapar.

«El juez de Sueca perdió los papeles e intentó imponer su autoridad disparando al aire», explica Torres, quien indica que la conducta del juez desató la furia de los huelguistas. El secretario del juzgado recibió una puñalada, aunque consiguió salvarse; mientras que el juez, el alguacil y el escribiente consiguieron esconderse en el ayuntamiento. El hijo del secretario se escondió en una casa.

El alcalde de Cullera, Joaquín Fenollar, y algunos concejales republicanos intentaron calmar a la gente y, cuando parecía que lo habían conseguido, entre las 2 y las 3 de la tarde, el juez de Sueca volvió a salir al balcón del ayuntamiento. López de Rueda preguntó a la multitud el motivo de su protesta y la gente respondió: «No volem la guerra».

El juez efectuó unos tiros al aire, «lo que enfureció más a la gente», cuenta el abogado y estudioso de los Sucesos de Cullera, Salvador Pedrós, y entonces los huelguistas asaltaron la casa consistorial. «Sacaron al juez a la calle y el Xato de Cuqueta le pegó un hachazo al juez en la cabeza», relata Pedrós, quien asegura que a continuación el Xato dijo: «A fet que l´he estrelat».

Aunque el historiador Santiago Pérez no tiene tan claro que fuera el Xato quien asesinó al juez. Pérez cuenta que «la muerte del juez se produjo de forma tumultuaria en el ayuntamiento». Después, «el Consejo Supremo de Guerra y Marina condenó, fundándose en las declaraciones prestadas, a doce de los acusados como coautores del asesinato del juez López de Rueda; Juan Jover fue uno de ellos y se le condenó también como coautor de los otros dos asesinatos», explica Pérez.

Ricard Camil Torres añade que el alguacil, Antonio Dolz, consiguió escapar y cruzar el río Xúquer, pero en la otra orilla los huelguistas lo atraparon, le ataron una piedra la cuello y lo lanzaron la río. Su cadáver fue rescatado al día siguiente.

El escribiente, Fernando Tomás, por su parte, murió en el hospital unos días después por las heridas que le infligieron. Uno de los acompañantes consiguió salvarse al esconderse en un diván del Ayuntamiento.

Campaña internacional: 50.000 firmas solicitando el indulto

Unos días después de los sucesos, los diputados republicanos Juan Barral y Félix Azzati visitaron la cárcel de Sueca, donde se encontraban los acusados y entonces se enteraron de que éstos habían sido torturados y, por eso, habían declarado cosas que no habían hecho, cuenta el historiador Torres. Los diputados se entrevistaron con el presidente del consejo de ministros, José Canalejas, e inmediatamente iniciaron una campaña de denuncia que tuvo eco a nivel internacional.

Periódicos como «´Humanité» y el «Daily News» criticaron la intención de condenar a muerte a los detenidos. Los anarquistas franceses y emigrantes españoles residentes en el país vecino repartieron panfletos criticando al juez de Sueca y denunciando las torturas sufridas por los detenidos. Además, se recogieron 50.000 firmas que pedían la conmutación de las penas de muerte, entre los firmantes estaba el escritor Benito Pérez Galdós, además de otras personalidades de la época.

El desencadenante del trágico final

Lo que empezó como una huelga la mañana del 18 de septiembre de 1911 acabó con el asesinato de un juez y dos de sus subordinados. ¿Qué desencadenó el trágico final? Los historiadores coinciden en señalar que la llegada de López de Rueda a Cullera y su actitud autoritaria, disparando tiros al aire, unido al hecho de las enemistades que tenía este magistrado con la clase obrera fueron factores clave.

Además, estamos hablando de una época en que la clase obrera luchaba contra elementos caciquiles y el juez representaba ese poder autoritario. Santiago Pérez indica que «aunque episodios similares se vivieron en España en los siglos XIX y XX, no creo que los hechos de sangre sean explicables solo en clave de cultura política propia de ese momento». Según este historiador, «a Jacobo López de Rueda se le atacó por su ejecutoria personal contra sindicalistas y republicanos, pero también por lo que representaba: era el garante de un orden social opresivo». Salvador Pedrós opina que «el juez nunca debería haber ido hasta Cullera para sofocar la protesta porque esa era la función de las fuerzas del orden público (…); si no hubiera ido no hubiera pasado nada», dice Pedrós.
A esta circunstancia hay que añadir el hecho de que el Xato de Cuqueta y otros de los condenados acumulaban ya un historial delictivo, por eso Santiago Pérez cree que «individuos concretos procesados por el juez pudieron también actuar por venganza personal».

Fuente: levante-emv

dimecres, 7 de setembre del 2011

Los dictadores más excéntricos

Muamar Gadafi es el tirano del momento. Mientras el conflicto se enquista en el campo de batalla en el que se ha convertido Libia, cada día se desvelan nuevas excentricidades del dictador que vienen a eclipsar las precedentes: cortejo de vírgenes guerreras, adoración secreta por Condoleeza Rice... Pero no nos engañemos: Gadafi tiene dura competencia en el puesto del dictador más excéntrico y sanguinario del mundo. Nuestro siglo ha sido prolijo en tiranos que, amén de cumplir con el manual del buen dictador - megalomanía, derroche, aniquilación de libertades-, han sido protagonistas de las anécdotas más extravagantes y macabras que se puedan imaginar. Estas son algunos de los personajes más abyectos que se han rendido ante su galopante síndrome de hybris.

Muamar Gadafi (Libia, en el poder desde 1969).
Detrás de esas gafas oscuras y ese aspecto imposible de folclórico beduino, se agazapa uno de los hombres más peligrosos del mundo. Imposible detallar aquí el prontuario criminal de Gadafi: asesinato de opositores, financiación de grupos terroristas, organización de atentados... sin contar con los horrores a los que está sometiendo a su pueblo, levantado contra él desde hace más de seis meses.
Su currículum excéntrico está casi tan nutrido como el criminal. Acompañado allá donde vaya por un séquito de vírgenes guerreras – que ahora le acusan de violación-, Gadafi ha montado su jaima en cada país que ha visitado, para recibir a los mandatarios a los que agasajaba con insólitos regalos. Es, además, un tirano completamente imprevisible, proclive a espectáculos dantescos: ha pedido a la ONU que disuelva Suiza –sí, el país-, ha intentado fusionar Libia con Egipto, Siria, Túnez y Sudán; ha acusado a EEUU de envenenar a su país con medicamentos, a Israel le ha responsabilizado del asesinato de Kennedy, y ha montado auténticos shows en cada uno de sus discursos.

En lo personal, Gadafi es un mar de contradicciones. Mientras aboga por los preceptos más fundamentalistas del islam, gusta de rodearse de sus ‘ángeles sexys’ y de coleccionar obsesivamente fotografías en primerísimo plano de la ex secretaria de Estado de EEUU Condoleeza Rice, a la que ha confesado su amor varias veces desde Al Jazeera. Adora profundamente combinar sus dos placeres de maneras insólitas: durante una cumbre de la FAO solicitó a una agencia VIP la compañía de 200 chicas jóvenes. Es probable que ninguna imaginara que lo que harían para el dictador es leerle durante horas el Corán.

Saparmuarat Niyázov (Dictador de Turkmenistán desde 1991 hasta 2006).
En Turkmenistán, hasta 2006, se tenían dos padres. Además del biológico, todos tenían un progenitor dictador: Saparmuarat Niyázov, que se proclamó "Padre de los Turcomanos" nada más llegar al poder, lo que anticiparía un reinado que reventó los límites de la megalomanía y la desfachatez. Como aprendiz aventajado del peor de los emperadores romanos, impuso un catálogo de excéntricas medidas exclusivamente dirigidas a reforzar el culto a su persona: cambió los nombres de los meses del año por los de sus familiares, pobló la antigua república soviética de estatuas suyas –incluida una de oro puro que gira para mirar siempre al sol-, y escribió la Biblia de los turcomanos, la Ruhnama. Este disparate es una recopilación de consejos alucinados de Niyázov que obligó a estudiar a los niños en el colegio, para volverlos más inteligentes y permitirles ir al cielo. Sólo si lo leían tres veces, claro.

Los médicos tuvieron que renunciar al juramento hipocrático para jurar fidelidad a Niyàzov y la Ruhnama, que fue incluso enviado en un cohete ruso para que los extraterrestres no fueran ajenos al privilegio de su sabiduría. Políticamente, su tiranía se sintetiza en una frase pronunciada por él mismo: "No hay partidos de la oposición, así que ¿cómo se les puede conceder la libertad?".

Por si sus ciudadanos no tuvieran suficiente con un país depauperado por los años de la dictadura soviética, además soportaron los atropellos y ridículas leyes de su alucinado tirano. Niyázov prohibió el ballet, el teatro, el pelo largo, la barba, el bigote, los dientes de oro, el playback, el maquillaje y declaró ilegales el sida o el cólera. Su último designio antes de fallecer en 2006 fue un ejercicio de coherencia con todo su mandato: mandó construir un zoológico con instalaciones para pingüinos y pistas de patinaje sobre hielo. Debería ubicarse en el desierto de Karakum, cuya temperatura media ronda los 50 grados.

Idi Amin (Tirano de Uganda de 1971 a 1979).
Durante los ocho años en los que Idi Amin estuvo al frente de Uganda, a sus súbditos no les quedó ni un resquicio del terror por conocer. El autodenominado Señor de las bestias de la Tierra y de los peces del mar llevó a cabo las monstruosidades más perversas de las que hay constancia, dejando 400.000 cadáveres a su paso. Asesinó a opositores, perpetró genocidios, desmembró a sus esposas cuando se cansó de ellas, retransmitió torturas por televisión, practicó el canibalismo con sus víctimas y constató, para muchos, la existencia misma del mal. Describirlo como 'monstruo' es empequeñecer pavorosamente sus crímenes.

Lo más aterrador es que el Hitler africano gozó de suerte durante toda su vida. Tuvo suerte cuando dio un golpe de Estado contra Obote y la atención internacional lo tomó como un simple cambio de poder. Tuvo suerte cuando Israel e Inglaterra se creyeron sus gestos de apoyo y su política de acercamiento, que más tarde sustituyó por el antioccidentalismo, el Islam y la brujería. Volvió a sonreírle el azar cuando retransmitía las ejecuciones de sus opositores por televisión, y nadie condenaba sus atrocidades. Suerte fue también que las atrocidades de los dictadores sudamericanos sirvieran de pantalla a las suyas propias: el mundo occidental había rebasado su límite de atención con las injusticias.
Suerte de que el film de Barbet Schroeder que le retrataba no fuera tomado en serio, y contribuyera a difundir la suya como una imagen de un gigante negro, con más pinta de bufón que de dictador. Pero aquel hombre que echaba a sus opositores a los cocodrilos, que seguía los preceptos de cualquier magia negra que se cruzase en su camino, que expulsó a los asiáticos del país, que tenía decenas de esclavos y que llevaba a sus hijos pequeños a las sangrientas ejecuciones, tenía poco de caricatura y mucho de monstruo. Y suerte, claro. Tanta, como para morir con placidez en 2003 rodeado de muchas de sus esposas y decenas de hijos en Arabia Saudí, sin que nadie le hiciera rendir cuentas por sus crímenes.

Mswati III (Rey de Suazilandia desde 1986).

Mswati III tiene catorce esposas, con sus catorce palacios; incontables coches deportivos, una fortuna difícil de delimitar; y un país bajo su yugo. Suazilandia suma poco más de un millón y medio de habitantes, cuyo destino está hipotecado: el 40% de ellos tiene sida y el 70% subsiste con menos de un euro al mes. La normalidad en Suazilandia consiste en ser huérfano. Hace casi cuarenta años -cuando el padre de Mswatti abolió la Constitución- que no oyen hablar de democracia, partidos políticos, manifestaciones, parlamentos o libertad. Aquellas mujeres que aprecian su vida se cuidan de no vestir pantalones.

Pero cada año hay un destello de macabra esperanza. Sus ciudadanos son obligados a mandar a sus mujeres vírgenes a la 'danza de los juncos' frente a su Rey, para que, entre contoneo y contoneo, el tirano encuentre una nueva doncella a la que construir una mansión y subir a cualquiera de sus numerosos jets, con el resto del harén. En Suazilandia, la fortuna reside en ser elegida en esta danza tribal, tan exótica como patética. Si es así, Mswatti destinará a la construcción de su hogar el doble que al presupuesto de Sanidad de todo el país, la cubrirá de joyas y podrá comer varias veces al día. Aunque el resto del país se muera un poco más, asfixiado medievalmente por los placeres nada tribales del último rey absoluto de África.

Robert Mugabe (Tirano de Zimbabue desde 1987).
Hubo un tiempo en el que Robert Mugabe fue un héroe, un auténtico salvador de su patria, luchador impenitente contra el régimen racista de Rhodesia del Sur. Lo fue, incluso con el primer fraude electoral. También con los primeros opositores 'ajusticiados'. Pero dejó de serlo. Treinta años después nadie detecta ya salvación o esperanza en este dictador despótico, responsable de la matanza de más de 20.000 personas por motivos étnicos; no hay heroicidad en ello, aunque Mugabe siga gobernando con puño de hierro otro de los países 'campeones' del sida.
Entre sus deshonrosos logros, está el haber convertido a su país en uno de los más pobres del mundo. Para ello generó una profunda crisis económica, disparó la inflación hasta un 160.000%, y actualmente expide billetes que ofrecen su valor en millones de dólares, y pone en el reverso de cada uno cuándo caduca su valor. Para expiar las culpas, encarceló a 4.000 empresarios y se retiró a descansar mientras su población fallece, prácticamente, de inanición. El 80% de los zimbabuenses no tiene empleo, y no llegan a celebrar más allá de su 36 cumpleaños. Salvo Mugabe.
Porque Mugabe no es un zimbabuense normal: él, cada año, se celebra a sí mismo. Celebra su llegada al mundo con una gran fiesta, porque él es muy piadoso con la estrechez ajena. Tanto, que todavía resuenan los ecos de su 85 cumpleaños en los que se consumieron 3.000 patos, 8.000 cajas de bombones, 4.000 porciones de caviar, 8.000 langostas, 100 kilos de mariscos... un opíparo menú que salió a las cuentas del país por algo más de un millón de dólares. Fue mala suerte que la onomástica del dictador coincidiera con el mayor brote de cólera de la historia del país, en el que murieron 3.000 personas y otras 60.000 enfermaron gravemente. Desde el otro lado del palacio, valorado en 100 millones de dólares, se hacía difícil escuchar nada.

Kim Jong Il (Dictador de Corea del Norte desde 1993).
De la imaginación de Walt Disney no habría salido un tirano mejor que Kim Jong Il: un pequeño hombre de pelo cardado, mirada malvada y ratonil, gesto perverso, y zapatos con plataformas. Por las rendijas del régimen sanguinario y oscurantista al que ha condenado a Corea del Norte se escapan retazos de las historias extravagantes sobre él, El Gran Líder, deidad de la que está prohibido hablar. Historias que podrían resultar cómicas si no acaecieran en un país con un armamento atómico de aterradora capacidad destructora, y 28 millones de personas ancladas en la miseria.
Kim Jong Il está entregado a su mayor pasión: la pornografía. Con los años y la constancia ha logrado crear una de las mayores pornotecas del mundo, que suma más de 22.000 películas para adultos, depositadas en una habitación creada al efecto. Porque el almacenaje es otra de las costumbres que provocan un extraño placer al tirano comunista: también cuenta con dos mastodónticos búnkeres excavados en mitad de la montaña donde almacena todos los regalos que otros mandatarios le han obsequiado a él y a su padre. Dividido en dos pabellones, lo llama el ‘museo internacional de la Amistad’, donde cada país tiene su vitrina y puede encontrarse de todo: limusinas, pieles de animales, Kaláshnikof, un lujoso tren de Stalin... millones de tesoros, a cada cual más inverosímil y absurdo.
Pero Kim Jong Il tiene un gran pesar, que no alivian ni sus orgías, ni sus viajes a estrambóticos burdeles de París, ni su existencia libertina y disoluta. Como buen sátrapa, el Gran líder soñaba con ceder el testigo de su maldad a alguno de sus vástagos, y perpetuar así la estirpe de los Jong Il inciada por su padre. Pero ninguno de los seis hijos que engendró con cuatro mujeres distintas ha heredado el gen tiránico. Todos han ido sucesivamente cayendo en desgracia por rocambolescos motivos, a la altura de la dinastía: a uno de ellos, perseguido por su fama de 'afeminado', se le pilló disfrazado en un concierto de Eric Clapton en Alemania; el siguiente huyó a Disneylandia con un pasaporte falso... y así sucesivamente.

Fuente: libertaddigital