divendres, 4 de febrer del 2011

“Después de Chernóbil, seguimos viviendo como siempre”

periodismohumano.com  100 kilómetros alrededor de Chernóbil. Ése fue el espacio sobre el que se extendió la zona de exclusión tras la catástrofe nuclear de 1986. Los residentes en los 30 primeros tuvieron que hacer las maletas y marcharse. Entre el kilómetro 30 y el 100, el abandono se dejó a la libre voluntad de desinformados ciudadanos.
“Nos enteramos de lo que había pasado tres o cuatro días después del accidente”, narra Tatsiana Wyschywaniuk, “entonces, las autoridades nos pidieron que cogiéramos lo estrictamente necesario- una toalla, un trozo de jabón…- porque nos iban a evacuar”. Aunque perteneciente al país vecino, la central de Chernóbil estaba situada en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia. El Ministerio de Medio Ambiente en Minsk calcula que un cuarto de su territorio se vio afectado por la explosión del reactor cuatro.
A mediados de los 80, Wyschywaniuk residía en Retchitsa, a 70 kilómetros del lugar de la tragedia, en suelo bielorruso. “Nuestra ciudad tenía unos 50.000 habitantes. Cuando nos habíamos reunido todos en el punto de encuentro indicado para el traslado, nos dijeron de que éste no tendría lugar. Entre la gente cundió el pánico. Fueron unos momentos horribles. No sabíamos a qué clase de peligro se nos estaba exponiendo”, recuerda. Hubo quien decidió irse por su cuenta, “pero yo no sabía a dónde, así que me quedé. Y seguí con mi vida. Terminé mis estudios, me puse a trabajar, tuve hijos, ¿qué otra cosa podía hacer?”.
La familia de Wyschywaniuk sufre hoy los efectos de la radiación. Cómo se manifiestan exactamente prefiere no contarlo. “De todas maneras, ya no se puede cambiar”, dice, “lo único que quiero mencionar es que mi hijo tiene migrañas y problemas respiratorios y nadie les ha encontrado otra explicación que no sea la radioactividad”.
A veces, la radioactividad hace que las dolencias menores se agraven, cuenta Nadeschda Drosdik que le ha dicho el médico. Su hija padece una neumonía crónica. También Drosdik procede originariamente de Retchitsa. “La información que recibimos tras el desastre fue nula”, se queja, “y continuamos con nuestro día a día, ordeñando nuestras vacas y bebiéndonos su leche”.
Pero el destino que tan duramente las golpeó tenía reservada una pequeña compensación para Wyschywaniuk y Drosdik. Financiado con fondos extranjeros, en 1990 se puso en marcha un proyecto para construir a unas dos horas de Minsk un pueblo ecológico. Sus vecinos debían ser exclusivamente afectados por el accidente de Chernóbil que no tuvieran cómo alejarse de la región contaminada. Cada casa es aquí cien por cien sostenible. La ONG Heimstatt Tschernobyl cubre los costes de la edificación; las obras en sí, siguiendo técnicas específicas, son tarea de los futuros inquilinos. Sólo cuando hay dinero y capacidad se levantan en Drushnaja nuevas viviendas. Y eso convierte a cada uno de sus habitantes en un privilegiado.
“Yo me enteré del proyecto por el periódico. Les escribí, me mandaron un formulario, lo rellené y un poco después me comunicaron que mi solicitud había sido aceptada”, explica Wyschywaniuk. Entre 1998 y 1999 trabajó en la que ahora es su casa. En 2000, se mudó definitivamente. La compañía de productos agrarios en la que estaba empleada en su ciudad natal la sustituyó por la cooperativa que en esta aldea elabora el carrizo que se utiliza como aislante para los inmuebles. Encontrar una ocupación con la que poder iniciar una nueva existencia es el principal reto al que se enfrentan quienes obtienen un hogar aquí. La mayoría intenta sacarle provecho a aquello que sabe. Liudmila Patsko, por ejemplo, trabajaba en el museo de Chojniki, una localidad a unos 40 kilómetros de Chernóbil. Ahora, se encarga de mantener viva la historia de Drushnaja.
“Esta región fue tomada en septiembre de 1914 por las tropas alemanas. El frente se instaló aquí; aquí estaban las trincheras; aquí se usó por primera vez el gas tóxico en el Este; aquí murió la unidad completa de kazajos. Rusos y alemanes se combatieron aquí a lo largo de tres años durante la I Guerra Mundial”, expone Patsko, “miles de vidas se perdieron en este lugar. Hay gente que dice que no es bueno levantar casas donde se ha derramado sangre. Por eso, me puse a buscar en los archivos los sitios exactos en los que se habían librado batallas”.
La búsqueda se convirtió en un afán reconstructor en toda regla. Patsko recolecta cuanto objeto encuentra de la primera Gran Guerra- botellas, cascos, utensilios varios e incluso huesos-, salva para la posteridad testimonios y documentos y se encarga del cuidado de las tumbas de un cementerio cercano, en el que yacen los restos mortales de unos 3.000 soldados alemanes. “Se debería erigir un monumento en recuerdo a los fallecidos”, exige, y ha convertido esta demanda en su labor personal y en su función dentro de la joven comunidad de Drushnaja.
A nadie en el pequeño pueblo de refugiados de Chernóbil le gustan los nuevos planes atómicos del Gobierno bielorruso. La resistencia, no obstante, parece inútil: la puesta en marcha de la primera central nuclear del país, dotada de dos reactores y una capacidad de 2.000 megavatios, está decidida por decreto y lleva la indeleble firma del presidente, Alexander Lukashenko.
Belarús quiere librarse de la dependencia de Rusia, de la que recibe más del 90 por ciento de la energía que consume. En vista de que las relaciones con el gran hermano del norte se deterioran, Minsk busca alternativas. La nuclear es barata y, además, ahora puede venderse como ecológica: “las energías renovables no están muy extendidas en nuestro país”, justifica Alexander Ratschevksij, del Ministerio de Medio Ambiente bielorruso, “y la atómica es una opción limpia”. Limpia, salvo en los 100 kilómetros que rodean Chernóbil.

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